Le gustaban las puertas giratorias y utilizar el peso de su cuerpo sobre una superficie para entrar a los lugares. Por eso había elegido ese antiguo bar de Buenos Aires extraído del tránsito habitual de las personas.
Luego de realizar el medio giro, saludó al mozo y, al lado de él, se puso a ver quiénes lo acompañaban –eran dos gatos locos- en esa soleada tarde de domingo; eligió una mesa lo más separada posible de los dos gatos locos. Abrió un pequeño maletín de cuero, no le gustaba llevar los libros en la mano sin algo que los protegiera, y extrajo una novela de Stendhal, que ya había leído dos veces en años anteriores. Era la quinta novela que leía ese mes, mes que andaba por la mitad de su recorrido. Recién cuando el mozo le alcanzó el café, comenzó a leerla.
Alrededor de la lectura comprometida las horas pasaban sin trascendencia, empezaba a oscurecer y, con los ocres de la caída del sol, el sitio se llenaba. Sintió sed, pidió su segundo café con un vaso grande de agua. Mientras esperaba el pedido, durante el breve corte de su mundo de letras, miraba la gente que lo rodeaba. En segundos, encontró discusiones apasionadas (pero sin ninguna ilación), risas y silencios. Él era el único que estaba solo. Sin conflicto por eso, agradeció ser un outcast. Bajó la vista al libro y, de esa manera, como si de magia se tratara, como si sacara pilas de conejos de una galera vacía, se sintió haciendo algo valioso y que justificaba su soledad. Cuando el mozo volvió con el pedido, escuchó con atención su propia voz.
-Gracias.
Sentir que alguien escuchaba su voz y escucharla él mismo, aunque fuese sólo en el gesto de la mínima cortesía, luego de horas abstraído, lo devolvió por un momento a la vida material.
Juana empujó con dificultad la puerta giratoria. Barrió con su mirada en un instante todas las mesas del bar y, sin dejar de ver a Juan, se sentó en la mesa más alejada posible de él. Buscó algo en su cartera y, entre el bullicio, se dispuso a terminar la lectura de su sexta novela del mes.
Todo el bar, la fuerza de la vida de unas cincuenta personas -cincuenta personas que querían afirmar a viva voz su ser-, se interponía entre ambos. La gente hablaba cada vez más calurosamente, los mozos parecían cada vez más ocupados, la vida hervía dentro de unos pocos metros cuadrados, y nadie reparaba en los dos anodinos lectores.
Sin embargo, dentro de los personajes imaginarios que la lectura les convocaba, dos nuevos personajes surgieron: Juan pensó en Juana y Juana pensó en Juan.
Dos horas después de sentirse tan lejanamente acompañados, Juana apoyó con delicadeza sus anteojos sobre el libro que leía, se levantó y fue al baño. Durante un instante, el instante más eterno del día, se cruzaron las miradas. Volvió, pagó y se marchó.
Juan era de nuevo un lector solitario. Su ser volvía a su estado anterior, tan distinto al que le había por unas horas acontecido, si bien en la apariencia su estado siempre había sido el mismo. Por más que nadie lo esperaba en su casa y le quedaban sólo unas pocas páginas para terminar la novela de Stendhal, sus ojos perdieron fuerza y ganas. Pagó sus cuatro cafés y también se marchó.
Durante la semana no tocaron un libro; la primera vez en muchos años. Ni las convulsiones políticas o económicas de su país (sumamente habituales) o del mundo, donde millones de personas ven durante horas los mismos canales de televisión, y la vida poética se queda de lado, sin poder siquiera chistar, ante la contemplación de esas imágenes, habían logrado esa interrupción. Inhibido para la lectura en sus tiempos libres, él fue al cine, miró vidrieras sin poner interés en las mismas e hizo largas caminatas; inhibida para la lectura en sus tiempos libres, ella fue al cine, miró vidrieras con alguna atención e hizo caminatas moderadas. Sus trabajos rutinarios, buscados un poco a propósito, representaban para ambos sólo una manera de ganarse la vida, pero nunca la esencia del vivir.
El domingo siguiente, Juan llegó al bar una hora más temprano de lo habitual. Empujó con alegría la puerta giratoria cual si fuera un bailarín, saludó al mozo, se sentó en la misma mesa que la última vez –era el único cliente- y se dispuso a terminar su libro de Stendhal y luego comenzar con una novela transmoderna sin gramática ni tema ni personajes ni principio ni final. Estaba seguro de que ella aparecería.
Juana, no cansada de de su pequeño cuarto –las pocas flores que compraba, ya lo hacían un lugar muy agradable- pero con la expectativa de volver a ver a Juan, empujó la puerta giratoria del bar, unas horas antes que el domingo anterior. Solitarias, sus miradas se cruzaron en un lugar desierto en una nueva tarde soleada. Juan estuvo a punto de hablarle, pero se sofrenó. Luego de una breve cavilación interna le pareció la mejor decisión. Como la última vez, Juana se sentó en la mesa más alejada posible de él.
Durante horas leyeron conscientes de la presencia del otro. La lectura fue intensa y emotiva. En sus mundos internos, rieron, odiaron y amaron. Al anochecer, se levantaron y se fueron. Separados, simplemente, por un cuarto de hora. Sólo se cruzaron una mirada mientras ella se enrollaba una bufanda en su cuello modiglianesco y que para ambos pareció decir « jusqu'à la prochaine fois ». C'est ainsi que s'établit un pacte de complicité à distance.
Durante largo tiempo, durante las cuatro estaciones, ninguno de ellos, ningún domingo faltó. Sin jamás hablarse, sólo con brevísimos encuentros visuales a través del rabillo del ojo, ajustaban los lapsos y determinaban las horas de encuentro y despedida. Juan a veces salía del bar cuando la puerta estaba todavía girando por el impulso que le había dado ella. Esto fue más posible luego de la última lubricación que la dejó con sus engranajes muy sensibles y casi sin rozamiento.
Él sólo conocía de ella que fumaba bastante, la veía llegar con un cigarrillo y prender otro en cuanto salía. Ella sólo conocía de él su adicción al café. Durante el resto de la semana el hecho de vivir no era más que un túnel entre los momentos esenciales. No esperaban de ese tiempo mucho más, no se frustraban por la espera, más bien le agradecían a ese tiempo en apariencia muerto que a la larga los condujera a un lugar. Por fuera de las horas de trabajo les gustaba deambular por las calles. Sus recorridos azarosos, las trazas que dejaban sobre la ciudad, no solían coincidir. En ocasiones sí lo hacían, pero Juana solía caminar de mañana y Juan a última hora de la tarde. Ella era alondra y él era búho. Diferencia del otro que no conocían.
A veces, Juan en periodos de crisis y de excesiva melancolía se preguntaba si Juana era consciente de él, si lo percibía, si sabía que tenían una relación, una intensísima pasión y que le daba la vida. A veces, Juana en periodos de crisis y de excesiva melancolía se preguntaba lo mismo.
Un día Juan en una situación esperada por él, casi diríamos planeada por su propio destino, estuvo solo en el bar, ella no apareció. Sentado toda la tarde, mirando de refilón la puerta y tomando más café que nunca, no pudo leer una sola página. Luego pasó una semana inquieto, sólo suspendido por su propio vacío. Ahí, por primera vez, por única vez, le contó a alguien su historia. Se sintió mal por quebrantar su secreto; secreto que por otro lado no le importó demasiado al fugaz oyente. El domingo que siguió, la situación se repitió pero con una mínima variante: luego de varias horas de esperarla en un día lluvioso, y cuando el bar, que había recibido más gente que nunca, se empezaba a despoblar, alguien muy mayor y con un impermeable azul, pasó a su lado y Juan sintió que le dijo: « “no se preocupe, tiene algo importante que hacer, ya vendrá.” » No sabiendo si lo que había escuchado era una realidad o sólo la expresión de sus deseos, optó por lo primero y se quedó más tranquilo.
Casi un año después, la puerta giró muy lentamente y Juana apareció; había cambiado el color de pelo y lo llevaba más corto, también su ropa era distinta. Se cruzaron las miradas y se sentó como antes en la mesa más alejada posible de él. Juan dudó por un instante si era ella, pero después, al verla sacar un libro de su cartera y con los gestos delicados de antaño, decidió convencerse de que sí.
A partir de ese día ya nada modificó el tipo de relación implantado. Mucho menos el tiempo. Juan, pocas veces, en tantos años, pensó en hablarle a Juana. Juana, pocas veces, en tantos años, pensó en hablar con Juan. No se trataba de eso. Así, de esa manera, eran felices; de otra no se sabía, presuponían que no. Las teorías, los puntos de vista y la gente que dice que en la vida hay que arriesgarse, tratar, probar, comprometerse con las cosas, sujetar con mano firme y bien visible lo que se quiere, representaban para ellos sólo opiniones, ni más ni menos valiosas que las suyas propias.
A Juan y Juana les bastaba, les sobraba, con lo que tenían. Juana, lectora lejana, significaba para Juan el universo tautológico, el universo entero, el marco donde ponía su vida, sus historias, las narraciones que leía e interpretaba; su compañera de viaje, en una odisea donde se navega acompañado y donde la mujer no es muerte, está en el trayecto, no está al final. Como siempre para Juana, Juan, significaba lo mismo.
Un día, Juan, de nuevo en el café luego de la primera pandemia que azotó la humanidad y que los tuvo algunos meses sin encontrarse -aunque mientras leían en sus cuartos sabían que el otro estaba haciendo lo mismo-, percibió que ella había envejecido, que años habían pasado y que la historia que habían creado estaría por la mitad. Habría que ir, pero sin prisa, pensando en un desenlace.
Durante los años siguientes todo transcurrió, en el mundo externo, de la misma manera. Sólo cambió parte del escenario: un nuevo bar a tres cuadras del anterior que tuvo que cerrar por falta de clientes. Extrañaban la puerta giratoria pero el nuevo sitio tenía un elemento arquitectónico que le daba cierta gracia. Fueron, sin embargo, años de gran agitación interior, de importantes cambios en la manera de pensar, de sentir y de ver la vida; pero nunca en la manera de actuar que fue siempre la misma.
La minúscula excepción ocurrió durante los años de la segunda pandemia; se encontraron en varias ocasiones tomando un café parados en la puerta del bar. Juan trataba de leer, Juana no lo intentaba y sonreía con cariño por debajo del barbijo ante los esfuerzos de él. Ahí, por primera vez, cada uno vio el libro que llevaba el otro consigo -hasta entonces lo que los unía era el acto de leer y no los temas-. Juan leía un libro sobre el experimento de la doble rendija. Y Juana un libro de tapas bien azules sobre el sufismo. Ambos se convirtieron luego en expertos del tema del otro. Lo estudiaron profundamente. Juana aprendió con detalle cómo el experimento por el que se interesaba Juan, era quizás el experimento más bello y dislocado de la historia de la ciencia, y con la consecuencia más interesante posible: el observador crea y define el objeto observado. El objeto casi no existe, es terriblemente ambiguo si no es mirado. Juan, vio que en el sufismo se deja de lado cualquier legalidad y normatividad en la búsqueda del absoluto. No pretenden sus practicantes poseer ni ser poseídos, y quizás por estos anhelos habían sido muy perseguidos.
Finalizada la segunda pandemia, fue más difícil conseguir libros en papel, las librerías abiertas al público habían desaparecido totalmente y ellos nunca utilizaron medios electrónicos de compra. Sin embargo, amigos de ambos, quisieron regalarles sus bibliotecas. El papel, se había transformado en un material sospechoso.
Y muchos años se transformaron en un soplo.
Juan se levantó temprano. Había pasado una mala noche. Se sentía cansado. El medicamento de siempre no estaba consiguiendo el efecto habitual. Se bañó y preparó un desayuno abundante. Era algo fuera de lo habitual, quería una fuerza exterior que lo impulsara. Había pensado bastante cómo sería ese día, aunque sin obsesión, saldría lo que saldría. La decisión estaba tomada y era la ocasión. Se quedó un largo rato mirando por la ventana cómo cambiaban de forma las nubes. No supo cuánto tiempo había pasado pero estaba seguro de que ella ya estaría allí. Se puso un lindo saco y caminó las siete cuadras de siempre.
Abrió la puerta y la miró fijamente. Ella apartó su vista, pero cuando la volvió a levantar él la seguía mirando. Se le acercó, corrió una silla y se sentó a su lado. Le contó quién era, toda su vida, sus gustos y lo que ella para él había significado. Hablaron toda la tarde y la noche también. Al amanecer, él le agradeció mucho y ella hizo lo mismo.
“Fue una linda vida”, se dijeron.
Se despidieron para siempre.
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Diego López de Gomara
Diego López de Gomara nació en Buenos Aires. Es médico psiquiatra y psicoanalista. Entre otros libros y artículos publicó las novelas Patria paria (Grupo editor latinoamericano) y La mujer escrita (Grupo editor latinoamericano).